jueves, 25 de noviembre de 2010

Juegos a la hora de la siesta

Cuando Gladys me cuenta que sus hijos duermen la siesta y que son capaces de quedarse atrapados en el sueño más profundo durante horas, me parece que me estuviera hablando del tiempo de ñaupa.
Ya siendo pequeña y cuando mi mamá nos enviaba a dormir la siesta, mi hermano y yo permanecíamos en nuestras camas simulando dormir hasta que no aguantábamos más y nos poníamos a jugar pasando de cama en cama y tratando de mantenernos lo más calladitos posible, cosa que era prácticamente imposible.
Jugábamos al típico juego del Dr. en el cual aprovechábamos para pinchar sin remordimientos el culo del paciente y luego pasábamos otras torturas más dolorosas como los pellizcones que le aplicaba a mi hermanito mientras este profería gritos llamando a mi mamá. Yo lo calmaba cantándole la cucaracha, siempre con éxito ya que a él  esta canción lo hacía reír sin remedio.
Mi mamá era maestra, trabajaba de mañana y los niñitos la estresaban diariamente. Su ilusión, su deseo más grande era dormir la siesta. Pero sus propios párvulos venidos del jardín de infantes o de la escuela primaria no lo encontrábamos ni estimulante ni necesario. Y menos durante esas tardes calurosas en las cuales la cama te agobia, te asfixia y te embota hasta babear.
Creo que fue una de esas tardes en que el colchón nos expulsó irremediablemente  y sucumbiendo al instinto de nuestra niñez nos fuimos a jugar al living. De pronto pasamos a galopar en un imaginario caballo y de eso a pelearnos por quién sabe qué causa, los niños siempre encuentran una buena excusa para pelearse, forma parte del entretenimiento.
Fue entonces que apareció nuestra madre gritando desde su dormitorio atravesando el pasillo del departamento en un estado de furia inextinguible y tomando entre sus manos el primer objeto que encontró, se lo arrojó violentamente a mi hermano por la cabeza. El tuvo una suerte a toda prueba, logró esquivarlo y se salvó al menos de un coma profundo. Suerte tuvo también mi madre porque de haberle acertado se hubiera arruinado la vida por un mal sueño.
El objeto que había elegido como arma era un cenicero de madera en forma de rueda de auto que estaba recubierto en sus bordes por un aro de caucho durísimo que le hacía publicidad a alguna marca de neumáticos de aquella época. El cenicero dio contra el modular con un terrible estruendo y el caucho se partió dejando al descubierto los bordes filosos de la madera. El modular quedó marcado para siempre. La anécdota, que por suerte no pasó de eso,  también quedó en nuestro recuerdo para siempre.
Yo sigo sin dormir la siesta y por las dudas nunca sometí a mis hijos a esta costumbre, quién sabe lo que pueda pasar si encuentro algún objeto contundente en mi camino, tal vez no tenga tanta suerte como mi mamá. Además, ni siquiera duermo bien de noche, se imaginan lo que puede ser para mí intentarlo a la hora de la siesta.

viernes, 3 de septiembre de 2010

FRAU ERNA

Veinte delantales blancos bajando en fila por la escalerita de cemento. Veinte risas contenidas atravesando el túnel que recorre la escuela por debajo. Cuarenta pies pequeños calzados con guillerminas y medias trescuarto conteniendo la risa en su tránsito hacia el aula de labores. Los techos son bajos en los subsuelos del colegio alemán. La luz es escasa y es casi una aventura semanal. Los varones van con Julio a aeromodelismo, las chicas con Frau Erna a trabajos manuales. Para ellos es todo un acontecimiento, Julio es joven, viene de la nueva escuela pedagógica, tiene proyectos, vuela como sus aviones.
Para las alumnas la profesora es casi un dinosaurio (hoy me pregunto qué edad tendría en realidad), es una vieja en todo el sentido de la palabra, sus ropas oscuras bajo el delantal semiabrochado, las medias marrones enroscadas hasta la mitad de la pierna para que no le corten la circulación, los zapatos anticuados con suela de goma abandonados bajo el escritorio, los pies libres moviéndose hacia arriba y hacia abajo al ritmo del punto cadeneta o cordoncillo o quizás el básico punto cruz (me parece que nunca pude pasar de ese nivel).
La hora de labores pasa tediosa, Frau Erna no habla escudada tras sus enormes lentes oscuros y tampoco nosotras. Cada una se levanta a su turno y lleva su pedacito de tela blanca; hay que acercarse a la maestra quien toma el hilo de color y la aguja y traza un punto sobre la tela, ¿hast du verstanden? Si la respuesta es ja, te vas con tu labor a proseguir con la tarea, si la respuesta es nein, la Frau ensaya nuevamente el punto, y así sucesivamente, vamos pasando una tras otra en la interminable hora.
Mientras la maestra se adormece con el tedio de su propia clase, en el rincón, donde las sillas se acomodan una al lado de la otra contra la pared, se tejen toda clase de complots. Si me comprás un helado a la salida sos mi amiga, pero ya le prometí a Gaby y no tengo más plata, ah, entonces no sos de nuestro grupo, pero ayer le compré a Vivi, no me importa, comprame o no jugás con nosotras….
Todo es dicho como susurrando, pero la Frau Erna todo lo escucha en el silencio oscuro del aula. “Ruhe” dice, “Ruhe” y por un momento todas callamos. Hasta que comenzamos a removernos inquietas en nuestras sillas nuevamente, hasta que una vez más tenemos que acercarnos para que nos de una nueva instrucción. No me gusta acercarme a ella, me siento como si siempre estuviera en falta.
De pronto toca el timbre y nos levantamos como un resorte de nuestros asientos, nos despertamos de ese letargo de 45 minutos en que estuvimos sumidas sin saber por qué ni para qué. Creo que nunca terminé una carpetita ni una agarradera de crochet, no sé qué otra cosa más pudimos haber hecho a lo largo de los años.
Salimos cuchicheando del aula y al pasar por la clase de Julio vemos a nuestros compañeros varones aun adentro, riendo con sus aviones a medio armar, contentos con los proyectos, con la esperanza de participar en el campeonato de aeromodelismo que se hace todos los años en Ezeiza.
No recuerdo qué pensaba en ese momento, sé que siempre me parecieron más divertidos los juegos de los varones que los de las chicas. Mi hermano me daba figuritas, bolitas y chapitas para que pudiera competir en el recreo. Y no me iba nada mal.
No, no recuerdo que pensaba en ese momento, si podía evaluar la diferencia entre unos y otros, la división hombres mujeres, los roles marcados desde la infancia. Sólo sé, que la clase de la Frau Erna siempre me dio miedo. Tal vez sin darme cuenta entreveía en ese ser apagado, oscuro y silencioso una imagen de lo que podríamos llegar a ser en el futuro. (no creo, ese no es un pensamiento propio de la infancia) Tal vez fuera solamente la conjunción del túnel sombrío, la imagen severa y a la vez ausente de la maestra, el gesto adusto.
Tal vez, tal vez. Veinte delantales blancos, veinte risas contenidas. El recuerdo de mi infancia tan lejana.