Cuando Gladys me cuenta que sus hijos duermen la siesta y que son capaces de quedarse atrapados en el sueño más profundo durante horas, me parece que me estuviera hablando del tiempo de ñaupa.
Ya siendo pequeña y cuando mi mamá nos enviaba a dormir la siesta, mi hermano y yo permanecíamos en nuestras camas simulando dormir hasta que no aguantábamos más y nos poníamos a jugar pasando de cama en cama y tratando de mantenernos lo más calladitos posible, cosa que era prácticamente imposible.
Jugábamos al típico juego del Dr. en el cual aprovechábamos para pinchar sin remordimientos el culo del paciente y luego pasábamos otras torturas más dolorosas como los pellizcones que le aplicaba a mi hermanito mientras este profería gritos llamando a mi mamá. Yo lo calmaba cantándole la cucaracha, siempre con éxito ya que a él esta canción lo hacía reír sin remedio.
Mi mamá era maestra, trabajaba de mañana y los niñitos la estresaban diariamente. Su ilusión, su deseo más grande era dormir la siesta. Pero sus propios párvulos venidos del jardín de infantes o de la escuela primaria no lo encontrábamos ni estimulante ni necesario. Y menos durante esas tardes calurosas en las cuales la cama te agobia, te asfixia y te embota hasta babear.
Creo que fue una de esas tardes en que el colchón nos expulsó irremediablemente y sucumbiendo al instinto de nuestra niñez nos fuimos a jugar al living. De pronto pasamos a galopar en un imaginario caballo y de eso a pelearnos por quién sabe qué causa, los niños siempre encuentran una buena excusa para pelearse, forma parte del entretenimiento.
Fue entonces que apareció nuestra madre gritando desde su dormitorio atravesando el pasillo del departamento en un estado de furia inextinguible y tomando entre sus manos el primer objeto que encontró, se lo arrojó violentamente a mi hermano por la cabeza. El tuvo una suerte a toda prueba, logró esquivarlo y se salvó al menos de un coma profundo. Suerte tuvo también mi madre porque de haberle acertado se hubiera arruinado la vida por un mal sueño.
El objeto que había elegido como arma era un cenicero de madera en forma de rueda de auto que estaba recubierto en sus bordes por un aro de caucho durísimo que le hacía publicidad a alguna marca de neumáticos de aquella época. El cenicero dio contra el modular con un terrible estruendo y el caucho se partió dejando al descubierto los bordes filosos de la madera. El modular quedó marcado para siempre. La anécdota, que por suerte no pasó de eso, también quedó en nuestro recuerdo para siempre.
Yo sigo sin dormir la siesta y por las dudas nunca sometí a mis hijos a esta costumbre, quién sabe lo que pueda pasar si encuentro algún objeto contundente en mi camino, tal vez no tenga tanta suerte como mi mamá. Además, ni siquiera duermo bien de noche, se imaginan lo que puede ser para mí intentarlo a la hora de la siesta.